EL TRANVIA NO SE RINDE

H
ubo tranvías de esperanza, de sangre y románticos, según los clasificaba el poeta Baldomero Fernández Moreno. Hubo tranvías carniceros, carboneros y que prestaban servicio fúnebre, dice la historia de la ciudad. Buenos Aires fue la ciudad de los tranvías. Contados y cantados por sus trovadores aparecen en tangos, novelas, poemas y crónicas y en la memoria de los porteños. Pero se fueron en 1962 y reaparecieron gracias a la “Asociación de Amigos del Tranvía”, que logró hacerlo correr a lo largo de quince cuadras, en el barrio de Caballito, todos los sábados y domingos.
La flota estaba compuesta por tres vehículos reconstruidos por la Asociación. Hay uno pintado de verde como los tradicionales “Lacroze”, pero fue construido en Oporto, Portugal, en 1927, y allí prestó servicio hasta que fue importado en 1980. De los que había quedado acá los “Amigos” no encontraron nada recuperable. Los tranvías desaparecieron en los años 60, abatidos por la campaña a favor del transporte automotor que asoló a Europa, a los Estados Unidos y también a nuestro país en la década del cincuenta.
Desde principios de siglo y hasta 1930 Buenos Aires era conocida como “la ciudad de los tranvías” porque tenía la red más extensa y más densa del mundo. El tramway pasaba por cada una de las calles del centro, por angostas que fueran, y sus vías lo llevaban hasta Liniers o Nuñez. También circulaban en Quilmes, en San Isidro o en Campo de Mayo.
En la época de su esplendor los tranvías no tenían competencia, hubo 99 líneas, 650 kilómetros de vías y viajaban 500 millones de pasajeros por año. Había de todo y para todos, pero los más pitucos fueron los coches urbanos de la compañía Lacroze: con revestimiento interior de caoba y nogal, lámparas y detalles art noveau y asientos de esterilla. Cada pasajero disponía de un botoncillo de nácar para avisar que había llegado a su destino. Estos coches eran los más numerosos dentro del transporte urbano y explican buena parte de la nostalgia porteña por la ciudad perdida.
Los primeros tranvías a caballo iban precedidos por un jinete que tocaba el cornetín. Al guarda lo llamaban mayoral. Como no había paradas fijas, dejaban a cada pasajero en la puerta de su casa. Cuentan que un cochero radical paraba todos los días frente a la casa de Leandro Alem, bajaba, tocaba el timbre y con mucha ceremonia preguntaba si el doctor iba a viajar. Otras historias son menos amables. El 12 de julio de 1930 un tranvía que venía de Lanús con 56 pasajeros llegó lentamente hasta el Riachuelo y se precipitó hacia el agua. El conductor no advirtió que el puente estaba levantado. Todos los pasajeros murieron.
Su instalación en 1860 desató encendidas polémicas. Mientras el presidente Nicolás Avellaneda se opuso al proyecto alegando que el peligroso vehículo provocaría “el asesinato de viandantes”, grupos de vecinos que compartían sus temores atacaban a las cuadrillas dedicadas al tendido de las vías. Sin embargo la respuesta del público fue aplastante: cuando se inauguró en 1870 viajaron 11.500 personas en tres días y siete años después los tranvías a caballo transportaban trece millones de pasajeros por año.
En los Estados Unidos ya hay sesenta ciudades que están reimplantando el tranvía: Sacramento, San Diego, Seattle son algunas de ellas. La objeción actual es que el tranvía puede hacer más pesado el tránsito, pero esto no ocurre porque van por un carril diferenciado y habilitan el semáforo a su paso.